Educar es cosa de todos: escuela, familia y comunidad
Mariano Fernández Enguita
Universidad de Salamanca
La escuela y la comunidad: una relación cambiante
Creo recordar que fue Octavio Paz quien dijo que la historia de España y
América era la de un encuentro, un desencuentro y un reencuentro. La secuencia
resulta particularmente sugestiva para la escuela, pues el símil entre la
educación (de los individuos) y la civilización (de las sociedades) no es nuevo
en modo alguno. El descubrimiento de América por los españoles y la
colonización europea del África subsahariana y de los mares del Sur alimentaron
una idea de la evolución de la humanidad, de la barbarie a la civilización, que
pronto se proyectaría sobre la escuela. El niño, decía por ejemplo Hegel, debe
recorrer en su educación las sucesivas fases que ha seguido la humanidad en su
proceso de civilización. La ontogénesis —el desarrollo del individuo—, diríamos
hoy, debe seguir los pasos de la filogénesis —el desarrollo de la especie—. El
Emilio de Rousseau no era sino una transposición del buen salvaje, conducido suavemente
por su mentor hacia la madurez, es decir, hacia la civilización. El periodo de
expansión de la escolarización fue y todavía es un poco como la conquista de
América. También se ha dicho del encuentro entre los dos mundos que fue más
bien un encontronazo, y lo mismo cabría predicar de la escolarización: familias
carentes de educación en vez de indios ajenos a la civilización, aldeas o
barrios de absorción en vez de asentamientos, maestros en vez de misioneros,
escuelas en vez de iglesias o misiones, la letra —que con sangre entra—
en vez de la cruz —pero, generalmente, mezclada con ella—, la obligatoriedad
escolar en el lugar del repartimiento y la encomienda… Las familias, por un
lado, no podían resistirse a esa invasión, y, por otro, no veían por qué
hacerlo, dado que, al fin y al cabo, también abría para sus hijos un mundo de
oportunidades inéditas y prometedoras. En el mejor de los casos, la generalización
de la escolaridad puso a la institución en contacto con un mar de familias deferentes,
situadas y percibidas por ambas partes un escalón por debajo de aquélla en la
escala de la cultura, de la civilización, de la modernidad, del progreso. Al mismo
tiempo, sin embargo, la escuela presuponía a la familia, contaba con ella como
base de apoyo, si bien el profesorado, en su ámbito de actuación, sustituía con
plenos derechos a los padres (in loco parentis). Todo eso ha cambiado de
forma radical. La familia ya no está en el lugar asignado o, por lo menos, ya
no es la misma familia, con las mismas posibilidades y funcionalidades que
antaño desde el punto de vista de la escuela. Esto supone un desplazamiento de
la familia a la escuela, en primer lugar, de las funciones de custodia, y,
segundo, de la socialización en su forma más elemental. Por otra parte, la
familia ya no acepta con facilidad una posición de subordinación deferente
frente al profesorado, lo cual produce un tercer problema: el de quién controla
a quién. Vayamos por partes.
Los niños adoran ir de vacaciones al pueblo, pues para ellos
representa un espacio en el que pueden moverse libremente, sin verse encerrados
ni en las escuelas —son vacaciones— ni en los hogares —la vida se hace en la
calle—. Los padres, aunque quizá preferirían el Caribe —sin niños—, también,
pues el pequeño tamaño del lugar, el hecho de que todo el mundo se conozca y la
probable inflación de parientes adultos en la casa permiten una socialización
no institucionalizada de los cuidados infantiles: se les da de comer a las
horas —o ni siquiera eso— y se les deja sueltos el resto del día. Estas
vacaciones retro, tan poco atractivas en otros muchos aspectos, tienen,
aparte de funciones varias, la espectacular virtud de reproducir las
condiciones ya desaparecidas de socialización y control de la infancia en la
sociedad tradicional. Por un lado, una comunidad pequeña, en la que todos se
conocen directa o indirectamente a través de generaciones —todo el mundo es el
hijo de…— y saben a qué familia pertenece cada niño, lo cual permite un
control difuso de toda la infancia por toda la generación adulta. Además, los
límites son reducidos y accesibles, no hay extraños, los vehículos a motor no
tienen otro remedio que circular despacio, etcétera. Por otro lado, una familia
extensa en la que se reúnen varias generaciones de adultos y ramas coetáneas
del mismo tronco que el resto del año viven separadas, los jóvenes también
están libres de escuela y trabajo y pueden cooperar en algunas tareas
domésticas —debería decir las jóvenes—, los varones adultos están en
casa o cerca de ella —como cuando sólo se alejaban hasta el huerto o el pequeño
taller artesanal—, etcétera. En este entorno, el control de los niños y los
adolescentes es una carga relativamente liviana y compartida. Para bien y para
mal, esta forma de vida tradicional se ha ido para no volver, aunque reaparezca
de manera folclórica en las vacaciones. Ya apenas quedan familias extensas,
con más de dos adultos (abuelos, hermanos o primos de los padres…), con un rosario
de hermanos entre los que los mayores cuidan de los menores y con la madre permanentemente
en casa, al tanto de todo. En lugar de eso tenemos familias nucleares, sin
más adultos que la pareja de progenitores, o tal vez con uno solo de ellos
(generalmente la madre, aunque las familias de padre y niños son hoy las que
más rápidamente crecen), en las que todos tienen un empleo remunerado fuera del
hogar aunque sea a tiempo parcial y con una media de menos de dos hijos, es
decir, la mayoría con uno o dos hijos —y, aun en este caso o en el caso de
tener más, de edades tan próximas que ninguno está en condiciones de cuidar de
otro—. El cambio más importante sin duda
es la salida de la mujer al mercado de trabajo, incluso cuando tiene
lugar en condiciones precarias o de dedicación parcial. El propio magisterio,
con su espectacular nivel de feminización, es el mejor testimonio de ello,
aunque las maestras no deberían olvidar que no todas las mujeres consiguen
trabajos de jornadas cortas y vacaciones largas ni, menos aún, que coincidan
minuto a minuto con los horarios y calendarios escolares de sus retoños. Por
otra parte, también han desaparecido las pequeñas comunidades tradicionales (aldeas,
pueblos, incluso barrios urbanos en los que las mismas familias han vivido por generaciones)
en las que el conocimiento era general y los niños podían sentirse protegidos —y
controlados— por todos los adultos. Las ha barrido del mapa la gran ciudad, en
la que nadie conoce a nadie, primero, por el número y, segundo, por la intensa movilidad
geográfica —y social y profesional, lo que constituye un obstáculo adicional para
las relaciones entre los vecinos, que pueden no tener en común otra cosa que la
residencia—, tanto inter como intrageneracional. Con ella llegaron las ventajas
de la densidad demográfica, la multiplicación de las opciones y las
oportunidades, la libertad del anonimato, pero también la anomía, el riesgo, la
violencia… Para las familias con hijos, la calle deja de ser la extensión del
hogar para convertirse en un lugar más temido que otra cosa. No estoy
lamentando nada, ni mucho menos sugiriendo que cualquier tiempo pasado fue
mejor. Se podría hacer una nutrida lista de las ventajas traídas por esta
evolución: mayor libertad personal, mayor diversidad social, mayor riqueza
cultural, desaparición del agobiante control de las pequeñas comunidades,
emancipación progresiva de la mujer, etcétera. Pero resulta igualmente claro
que la custodia de la infancia, antes asumida sin problemas por la gran
parentela y la pequeña comunidad, ha pasado de no ser problema alguno a
constituir el gran problema de muchas familias. Ciudades inabarcables y
hostiles y hogares exiguos son ya parte del problema al menos tanto como parte
de la solución. En estas circunstancias, la sociedad se vuelve hacia lo que
tiene más a mano, y en particular hacia esa institución más próxima a la medida
de los niños, a menudo ajardinada y que cuenta con una plantilla
profesionalizada en la educación: la escuela. Aunque entre el profesorado son
frecuentes los reproches hacia la “dejación” de responsabilidades por parte de
la familia (quieren desembarazarse el mayor tiempo posible de los niños, ven en
la escuela una guardería o un aparcamiento, etcétera), nada hay de chocante en
este proceso. Se trata, valga la redundancia, de una socialización de la
custodia análoga a la de cualquier otra actividad para la cobertura de nuestras
necesidades. Los hogares son cada vez menos autosuficientes, y todos consumimos
lo que no producimos y producimos lo que no consumimos, como corresponde a una sociedad
basada en el intercambio. Además, la mayor parte de lo que producimos lo hacemos
en cooperación, lo cual genera notables economías de escala y garantiza cierta normalización,
es decir, cierta calidad. Se confía (en parte) la custodia a la escuela como se
confía la producción del pan al panadero, la de la leche al lechero, etcétera.
Resultaría sencillamente impensable la salida de las mujeres a la esfera
pública (o la de los hombres, si no fuera porque ya salieron a costa de las
mujeres) sin esa socialización, es decir, sin esa manera colectiva de asumir la
custodia. La escuela complementa hoy a la familia como ayer lo hacía la pequeña
comunidad entorno.
Lamentarse de este desplazamiento de las funciones de custodia de la
infancia hacia la escuela es absurdo. Si los padres tuvieran más tiempo para
estar con sus hijos a todas horas, muchos de ellos podrían, simplemente,
prescindir de la institución y de quienes trabajan en ella. No es tanta ni tan
obvia la superioridad de los maestros sobre las familias
a la hora de la educación infantil y primaria. Ya menudean, por cierto,
los movimientos desescolarizadores, o por una educación sin escuelas,
en los que basta, por ejemplo, el acuerdo de cinco familias conformes y con
hijos de una misma edad para sustituir por turnos a la escuela con evidentes
ventajas y con desventajas no tan evidentes. La escolarización es un todo que
comprende, además de la enseñanza, la custodia y otras funciones, y nunca antes
se habían ofrecido por separado. De hecho, cuando el profesorado reclama el
apoyo del público general o de su clientela particular para obtener de las
administraciones medios que, a la vez, son mejoras de sus perspectivas profesionales
(la ampliación de la escolaridad obligatoria o de oferta asegurada, la creación
o financiación de más grupos-aula, etcétera) no entra en esos distingos, que
sólo llegan después, una vez que ya se ha conseguido lo que se quería. De lo
que se trata es, simplemente, de estudiar cómo combinar enseñanza y custodia
asegurando que ambas sean formativas.
En este artículo se observa en un principio que se hace mención a cómo fue cambiando la concepción de la familia y de la escuela, consideré importante incluir esto para que entendamos cómo fueron cambiando las cosas, cómo eran los roles antes y cómo son ahora. Uno de los cambios expuestos es la salida de la mujer al mercado laboral, por lo que, cuentan con la necesidad de dejar a sus hijos en las escuelas; por lo general esto se hace más notorio en el Jardín Maternal.
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