domingo, 13 de mayo de 2012

Educar es cosa de todos: escuela, familia y comunidad
Mariano Fernández Enguita

Universidad de Salamanca

La escuela y la comunidad: una relación cambiante

Creo recordar que fue Octavio Paz quien dijo que la historia de España y América era la de un encuentro, un desencuentro y un reencuentro. La secuencia resulta particularmente sugestiva para la escuela, pues el símil entre la educación (de los individuos) y la civilización (de las sociedades) no es nuevo en modo alguno. El descubrimiento de América por los españoles y la colonización europea del África subsahariana y de los mares del Sur alimentaron una idea de la evolución de la humanidad, de la barbarie a la civilización, que pronto se proyectaría sobre la escuela. El niño, decía por ejemplo Hegel, debe recorrer en su educación las sucesivas fases que ha seguido la humanidad en su proceso de civilización. La ontogénesis —el desarrollo del individuo—, diríamos hoy, debe seguir los pasos de la filogénesis —el desarrollo de la especie—. El Emilio de Rousseau no era sino una transposición del buen salvaje, conducido suavemente por su mentor hacia la madurez, es decir, hacia la civilización. El periodo de expansión de la escolarización fue y todavía es un poco como la conquista de América. También se ha dicho del encuentro entre los dos mundos que fue más bien un encontronazo, y lo mismo cabría predicar de la escolarización: familias carentes de educación en vez de indios ajenos a la civilización, aldeas o barrios de absorción en vez de asentamientos, maestros en vez de misioneros, escuelas en vez de iglesias o misiones, la letra —que con sangre entra— en vez de la cruz —pero, generalmente, mezclada con ella—, la obligatoriedad escolar en el lugar del repartimiento y la encomienda… Las familias, por un lado, no podían resistirse a esa invasión, y, por otro, no veían por qué hacerlo, dado que, al fin y al cabo, también abría para sus hijos un mundo de oportunidades inéditas y prometedoras. En el mejor de los casos, la generalización de la escolaridad puso a la institución en contacto con un mar de familias deferentes, situadas y percibidas por ambas partes un escalón por debajo de aquélla en la escala de la cultura, de la civilización, de la modernidad, del progreso. Al mismo tiempo, sin embargo, la escuela presuponía a la familia, contaba con ella como base de apoyo, si bien el profesorado, en su ámbito de actuación, sustituía con plenos derechos a los padres (in loco parentis). Todo eso ha cambiado de forma radical. La familia ya no está en el lugar asignado o, por lo menos, ya no es la misma familia, con las mismas posibilidades y funcionalidades que antaño desde el punto de vista de la escuela. Esto supone un desplazamiento de la familia a la escuela, en primer lugar, de las funciones de custodia, y, segundo, de la socialización en su forma más elemental. Por otra parte, la familia ya no acepta con facilidad una posición de subordinación deferente frente al profesorado, lo cual produce un tercer problema: el de quién controla a quién. Vayamos por partes.


Comunidad, familia y custodia: el adiós a la tradición

Los niños adoran ir de vacaciones al pueblo, pues para ellos representa un espacio en el que pueden moverse libremente, sin verse encerrados ni en las escuelas —son vacaciones— ni en los hogares —la vida se hace en la calle—. Los padres, aunque quizá preferirían el Caribe —sin niños—, también, pues el pequeño tamaño del lugar, el hecho de que todo el mundo se conozca y la probable inflación de parientes adultos en la casa permiten una socialización no institucionalizada de los cuidados infantiles: se les da de comer a las horas —o ni siquiera eso— y se les deja sueltos el resto del día. Estas vacaciones retro, tan poco atractivas en otros muchos aspectos, tienen, aparte de funciones varias, la espectacular virtud de reproducir las condiciones ya desaparecidas de socialización y control de la infancia en la sociedad tradicional. Por un lado, una comunidad pequeña, en la que todos se conocen directa o indirectamente a través de generaciones —todo el mundo es el hijo de…— y saben a qué familia pertenece cada niño, lo cual permite un control difuso de toda la infancia por toda la generación adulta. Además, los límites son reducidos y accesibles, no hay extraños, los vehículos a motor no tienen otro remedio que circular despacio, etcétera. Por otro lado, una familia extensa en la que se reúnen varias generaciones de adultos y ramas coetáneas del mismo tronco que el resto del año viven separadas, los jóvenes también están libres de escuela y trabajo y pueden cooperar en algunas tareas domésticas —debería decir las jóvenes—, los varones adultos están en casa o cerca de ella —como cuando sólo se alejaban hasta el huerto o el pequeño taller artesanal—, etcétera. En este entorno, el control de los niños y los adolescentes es una carga relativamente liviana y compartida. Para bien y para mal, esta forma de vida tradicional se ha ido para no volver, aunque reaparezca de manera folclórica en las vacaciones. Ya apenas quedan familias extensas, con más de dos adultos (abuelos, hermanos o primos de los padres…), con un rosario de hermanos entre los que los mayores cuidan de los menores y con la madre permanentemente en casa, al tanto de todo. En lugar de eso tenemos familias nucleares, sin más adultos que la pareja de progenitores, o tal vez con uno solo de ellos (generalmente la madre, aunque las familias de padre y niños son hoy las que más rápidamente crecen), en las que todos tienen un empleo remunerado fuera del hogar aunque sea a tiempo parcial y con una media de menos de dos hijos, es decir, la mayoría con uno o dos hijos —y, aun en este caso o en el caso de tener más, de edades tan próximas que ninguno está en condiciones de cuidar de otro—. El cambio más importante sin duda  es la salida de la mujer al mercado de trabajo, incluso cuando tiene lugar en condiciones precarias o de dedicación parcial. El propio magisterio, con su espectacular nivel de feminización, es el mejor testimonio de ello, aunque las maestras no deberían olvidar que no todas las mujeres consiguen trabajos de jornadas cortas y vacaciones largas ni, menos aún, que coincidan minuto a minuto con los horarios y calendarios escolares de sus retoños. Por otra parte, también han desaparecido las pequeñas comunidades tradicionales (aldeas, pueblos, incluso barrios urbanos en los que las mismas familias han vivido por generaciones) en las que el conocimiento era general y los niños podían sentirse protegidos —y controlados— por todos los adultos. Las ha barrido del mapa la gran ciudad, en la que nadie conoce a nadie, primero, por el número y, segundo, por la intensa movilidad geográfica —y social y profesional, lo que constituye un obstáculo adicional para las relaciones entre los vecinos, que pueden no tener en común otra cosa que la residencia—, tanto inter como intrageneracional. Con ella llegaron las ventajas de la densidad demográfica, la multiplicación de las opciones y las oportunidades, la libertad del anonimato, pero también la anomía, el riesgo, la violencia… Para las familias con hijos, la calle deja de ser la extensión del hogar para convertirse en un lugar más temido que otra cosa. No estoy lamentando nada, ni mucho menos sugiriendo que cualquier tiempo pasado fue mejor. Se podría hacer una nutrida lista de las ventajas traídas por esta evolución: mayor libertad personal, mayor diversidad social, mayor riqueza cultural, desaparición del agobiante control de las pequeñas comunidades, emancipación progresiva de la mujer, etcétera. Pero resulta igualmente claro que la custodia de la infancia, antes asumida sin problemas por la gran parentela y la pequeña comunidad, ha pasado de no ser problema alguno a constituir el gran problema de muchas familias. Ciudades inabarcables y hostiles y hogares exiguos son ya parte del problema al menos tanto como parte de la solución. En estas circunstancias, la sociedad se vuelve hacia lo que tiene más a mano, y en particular hacia esa institución más próxima a la medida de los niños, a menudo ajardinada y que cuenta con una plantilla profesionalizada en la educación: la escuela. Aunque entre el profesorado son frecuentes los reproches hacia la “dejación” de responsabilidades por parte de la familia (quieren desembarazarse el mayor tiempo posible de los niños, ven en la escuela una guardería o un aparcamiento, etcétera), nada hay de chocante en este proceso. Se trata, valga la redundancia, de una socialización de la custodia análoga a la de cualquier otra actividad para la cobertura de nuestras necesidades. Los hogares son cada vez menos autosuficientes, y todos consumimos lo que no producimos y producimos lo que no consumimos, como corresponde a una sociedad basada en el intercambio. Además, la mayor parte de lo que producimos lo hacemos en cooperación, lo cual genera notables economías de escala y garantiza cierta normalización, es decir, cierta calidad. Se confía (en parte) la custodia a la escuela como se confía la producción del pan al panadero, la de la leche al lechero, etcétera. Resultaría sencillamente impensable la salida de las mujeres a la esfera pública (o la de los hombres, si no fuera porque ya salieron a costa de las mujeres) sin esa socialización, es decir, sin esa manera colectiva de asumir la custodia. La escuela complementa hoy a la familia como ayer lo hacía la pequeña comunidad entorno.

Lamentarse de este desplazamiento de las funciones de custodia de la infancia hacia la escuela es absurdo. Si los padres tuvieran más tiempo para estar con sus hijos a todas horas, muchos de ellos podrían, simplemente, prescindir de la institución y de quienes trabajan en ella. No es tanta ni tan obvia la superioridad de los maestros sobre las familias

a la hora de la educación infantil y primaria. Ya menudean, por cierto, los movimientos desescolarizadores, o por una educación sin escuelas, en los que basta, por ejemplo, el acuerdo de cinco familias conformes y con hijos de una misma edad para sustituir por turnos a la escuela con evidentes ventajas y con desventajas no tan evidentes. La escolarización es un todo que comprende, además de la enseñanza, la custodia y otras funciones, y nunca antes se habían ofrecido por separado. De hecho, cuando el profesorado reclama el apoyo del público general o de su clientela particular para obtener de las administraciones medios que, a la vez, son mejoras de sus perspectivas profesionales (la ampliación de la escolaridad obligatoria o de oferta asegurada, la creación o financiación de más grupos-aula, etcétera) no entra en esos distingos, que sólo llegan después, una vez que ya se ha conseguido lo que se quería. De lo que se trata es, simplemente, de estudiar cómo combinar enseñanza y custodia asegurando que ambas sean formativas.




1 comentario:

  1. En este artículo se observa en un principio que se hace mención a cómo fue cambiando la concepción de la familia y de la escuela, consideré importante incluir esto para que entendamos cómo fueron cambiando las cosas, cómo eran los roles antes y cómo son ahora. Uno de los cambios expuestos es la salida de la mujer al mercado laboral, por lo que, cuentan con la necesidad de dejar a sus hijos en las escuelas; por lo general esto se hace más notorio en el Jardín Maternal.

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